Nunca he podido comprender que Valéry hiciese una carrera de poeta. Abro “La joven Parca”: malestar incalificable, el mismo que siempre he experimentado ante semejante elaboración hiperconsciente, artificial, penosa en grado sumo (que le exigió, miseria vertiginosa, una centena de borradores). Por más que lo intento, no puedo continuar. ¿Releeré “El cementerio”? Renuncio a ello: es demasiado perfecto. La indigencia de la poesía francesa es casi trágica. Por todas partes ese gusto desastroso por la perfección, por la perfección vacía, a causa de la cual perecerá. En el caso de Valéry las cosas se complican, pues sus teorías sobre la poesía son un crimen contra la poesía: esterilizantes, peligrosas, consagran y reivindican la impotencia, asimilan el acto poético a un cálculo, a una tentativa premeditada. La poesía es todo salvo eso: la poesía es inacabamiento, explosión, presentimiento, catástrofe. No esa geometría cargante ni esa sucesión de adjetivos exangües. Somos todos demasiado vulnerables, estamos demasiado cansados, y en nuestra fatiga somos demasiado bárbaros para apreciar aún esas galas y esas joyas. La palabra oficio, atroz aplicada a un poeta, Valéry la merece totalmente. ¿Cómo un espíritu tan desengañado como él pudo extraviarse hasta ese punto? Debería haberse dedicado al poema didáctico, único género que le hubiese convenido realmente, haber tomado como modelo a Lucrecio en lugar de a Mallarmé, y haber puesto en verso la filosofía de Comte o de Spencer. Para la poesía se necesita un desequilibrio especial, que él no tuvo la suerte de padecer.


En: Emil Cioran, Ejercicios de admiración y otros textos, Tusquets, Barcelona, 1995, págs. 150 y 151, traducción de Rafael Panizo.



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