Pío Baroja entierra sus últimas preocupaciones de autor verdadero con los pequeños poemas en prosa que abren los capítulos de El gran torbellino del mundo, donde sitúa la acción de modo indirecto, a la manera de John dos Passos… Y allí termina el escritor –hacia el año 1927– aunque siga escribiendo, después, cosas que se presentan como libros importantes, pero que no llegan a serlo.
Si nos ponemos a desmenuzar sus párrafos: habla en Aurora roja de un personaje que llevaba “un sombrero puntiagudo en la cabeza”… ¿Y dónde iba a llevarlo? Pío Baroja escribía con un descuido escandaloso, pero una cosa es descuidar el estilo en favor de una expresión directa, brutal, espontánea y otra usar lugares comunes inadmisibles bajo la pluma de un verdadero escritor. En su Aviraneta, al hablarnos del célebre encuentro del Portillo de Hontoria nos dice que el “brigante gritaba como loco”, que “parecía un tigre”, que los combatientes “parecían demonios”, que luchaban “como fieras rabiosas”, que “caían nubes de balas”, que la caballería “retumbaba como un trueno”. ¡Gritar como un loco! ¡Parecer un tigre! ¡Nubes de balas!... ¿Qué diferencia hay entre esto y el poeta cursi para quien la mujer amada tiene labios de coral, ojos de azabache, cuello de cisne y talle de palmera…? Y no hablemos de aquel campo de batalla anochecido adonde llegan “animales necrófagos”, enumerados de la siguiente manera: “cuervos, cornejas, buitres” (los buitres no trabajan de noche), “gusanos, perros hambrientos y demás comensales de la muerte” (creo que los gusanos tardaron un poco más que los perros hambrientos en llegar al campo de batalla, a menos de que estuviesen motorizados)…
En: Alejo Carpentier, entrevistado por Ramón Chao para Conversaciones con Alejo Carpentier, Alianza Editorial, Madrid, 1998, pág. 18.
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