¿Voy a atreverme a escribir aquí lo que pienso del Rey Lear? La representación de ayer me confirma en mi opinión: poco falta para que encuentre esa obra execrable; de todas las grandes tragedias de Shakespeare, la menos buena y con mucho. Sin cesar pensaba: ¡cuánto debía gustarle a Hugo! Todos los defectos enormes de éste se despliegan en ella: antítesis constantes, procedimientos, recursos arbitrarios; apenas, muy de vez en cuando, alguna chispa de emoción humana sincera. Llego al punto de no comprender demasiado lo que se considera como dificultad de interpretación de la primera escena: dificultad de hacer admitir al público la ingenua necedad del rey; pues todo lo demás es por el estilo: la obra entera y de cabo a rabo es absurda. Sólo por piedad se interesa uno por las tribulaciones de ese viejo chocho, víctima de su fatuidad, de su suficiencia senil, de su estupidez. No nos conmueve más que en los escasos instantes de piedad que él mismo manifiesta hacia Edgar y hacia su amable bufón. Paralelismo de la acción en la familia Gloucester y en la suya: las malas hijas y el hijo malvado; el buen Edgar y la amable Cordelia. El pelo blanco bajo la tormenta; la brutalidad desenfrenada contra la débil inocencia... nada que no sea querido, arbitrario, forzado, y los medios más de brocha gorda son empleados para sacudirnos. No es ya humano, es enorme, ni el mismo Hugo llegó a imaginar nada más gigantescamente artificial, más falso. El último acto termina en una sombría hecatombe en la que buenos y malos se confunden en la muerte. La compañía de Olivier sale del apuro por una especie de apoteosis final al estilo de Mantegna: cuadro viviente, sabia composición; todo está ahí, hasta la arquitectura con los arcos que encuadran el conjunto admirablemente ordenado. El arte triunfa. No queda más que aplaudir.


En: ANDRÉ GIDE, Diario, ABC, SL, 2004, págs. 336 y 337



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